Homilía sobre el Evangelio del domingo XIV,
ciclo B,
Marco 6,1-6
Texto del
Evangelio
En aquel
tiempo Jesús fue a su ciudad y lo seguían sus discípulos. Cuando llegó el
sábado, empezó a enseñar en la sinagoga, la multitud que lo oía se preguntaba
asombrada: «¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada?
¿Y esos milagros que realizan sus manos?
¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y Joset
y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?». Y se
escandalizaban a cuenta de él. Les decía: «No desprecian a un profeta más que
en su tierra, entre sus parientes y en su casa ». No pudo hacer allí ningún
milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de
su falta de fe.
Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
Hermanos:
1. El episodio evangélico que corresponde al
domingo de hoy nos mete de lleno en el escenario de la vida real de Jesús, que
podemos formularlo así: Jesús y el vecindario de su pueblo. ¿Qué piensan de
Jesús sus compaisanos? Aparecen nombres de familiares, pero directamente en
este pasaje no se dice qué opinan de Jesús sus familiares, que, por otros
lugares, no parece que fueran tan entusiastas de que en la familia hubiera
salido este sorprendente fenómeno del Espíritu.
A propósito, cuenta el Evangelio de san Juan lo
que le sucedió a Jesús, con respecto a sus familiares, con ocasión de la fiesta
de los Tabernáculos, la fiesta más popular del Calendario judío. “Sal de aquí y
marcha a Judea para que también tus discípulos vean las obras que haces, pues
nadie obra nada en secreto, sino que busca estar a la luz pública. Si haces
estas cosas, manifiéstate al mundo”. Y el propio evangelista hace este
comentario: “Y es que tampoco sus hermanos creían en él” (Jn 7,3-5).
En la escena de hoy se nos va a hablar del vecindario.
La visita a la sinagoga de su pueblo no ha sido
muy grata. Sus compaisanos no son sus discípulos. Jesús ha tenido que ir fuera,
a los pueblos del contorno, y incluso a la frontera norte de Galilea, pero sin
lanzarse a la misión entre paganos al estilo posterior de Pablo.
2. ¿Qué piensa
el vecindario acerca de su ilustre y famoso compaisano Jesús?
Piensan lo que es evidente:
- Piensan que Jesús hace milagros. Así están; el
explicarlos ya será cosa diferente, abierta a múltiples hipótesis. Porque
también los escribas y fariseos dijeron que los hacía por arte de Belcebú, el
jefe de los demonios.
- Y piensan que lo que habla este joven
revolucionario de las cosas de Dios, es algo que no lo ha aprendiendo de nadie
y que eso le tiene que venir de una presencia superior.
Es un gran dato el contar con esta constatación;
Jesús tiene unas credenciales fuera de cualquiera. Y no obstante, el misterio
de Jesús permanece recóndito: los nazaretanos no dan el paso decisivo, el paso
a la fe. Es decir, ni la raza, ni la sangre, ni la parentela próxima son tantos
a favor de la fe.
3. Las gentes de Nazaret se han formulado unas
preguntas, que no son nuevos avances en el camino, sino enigmas sin respuesta.
Y Jesús, al fin, es un escándalo. Su sabiduría es escándalo; sus milagros son
escándalo; sus familiares, unos más en el vecindario son escándalo. Y Jesús,
que quiere ser signo de salvación, pero si uno no reconoce en él el abrazo de
Dios para el mundo, de hecho no es signo de salvación.
Simeón le había anunciado a María que una espada
le atravesaría el alma, por causa del Hijo, que había de ser signo de
contradicción. Esa misma espada es la que atraviesa el alma de Jesús. Un día
Jesús llorará bajando por la ladera del monte de los Olivos, porque la Ciudad
amada no ha comprendido el día de su visita.
El episodio de Nazaret, una aldea sin mayor
importancia, será un día el drama de Jerusalén, que no reconoce la visita de
Dios. Y para san Pablo será igualmente el drama de su pueblo judío, de su
presente y de una historia a la vista, que no reconoce la vista de su Dios.
4. La consecuencia inmediata es que Jesús se
encuentra con las manos atadas, y no puede hacer allí ningún milagro. Porque el
milagro no es ninguna magia: viene de la fe, se desarrolla en la fe, y culmina
en la fe. Sin fe no hay milagros.
Y el evangelista dice una frase importante, que
es el veredicto de lo que está pasando.
Este desengaño de los suyos tuvo que ser muy doloroso para el alma de Jesús. Él
bien sabía las frases de los profetas: de Isaías, de Jeremías, de Ezequiel, que
hoy se lee en la liturgia eucarística. Recordemos:
“Hijo de hombre, yo te envío a los hijos de
Israel, un pueblo rebelde que se ha rebelado contra mí… también los hijos
tienen dura la cerviz y el corazón obstinado” (Ez 2,3-4).
Jesús sabía todo esto, pero no alivia su
experiencia, al tener que gustar el desengaño con el propio paladar. Y entonces
dijo: No desprecian a un profeta más que
en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
Jesús se ve y se autodefine como “un profeta
despreciado”. Es su propio destino, aunque la amarga experiencia tiene una
contrapartida. Jesús es el más amado de los hijos de los hombres.
5. Queridos hermanos, el Evangelio nos ha
llevado a estas consideraciones históricas para situarnos en contexto; pero,
ahora viene la interpelación que se dirige a nosotros. ¿Qué ha pensado el
vecindario acerca de Jesús?, ya lo hemos visto. Pero el anuncio del Evangelio
recae sobre nosotros, no sobre aquello que pasó.
¿Qué piensa hoy nuestro vecindario acerca de
Jesús, y muy en particular yo, que llevo el nombre de cristiano, lo que quiere
decir, del grupo de Cristo, de la familia espiritual de Cristo, de los
discípulos de Jesús, y en cuanto “discípulo” no menos que Pedro, Santiago y
Juan?
Mi familia no puede responder por mí; porque la
fe, que ojalá tuviera un gran soporte familiar e incluso social, es
definitivamente una opción personal. Es que ni
sus hermanos creían en él, nos ha dicho san Juan.
La propia tradición ambiental, marcada con el
signo del cristianismo, no es la llave de la fe. En última instancia, no me da
ninguna garantía de que yo sea verdaderamente cristiano.
Jesús quiso hacer milagros, y no pudo, bien a
pesar suyo.
6. A lo mejor, hermanos, por sorprendente que parezca,
un criterio de la fe, de mi fe, sea la narración de los milagros que el Señor ha
hecho conmigo. Ya hemos dicho que los milagros arrancan de la fe, viven y
crecen en la fe, los comprendan o no los comprendan los que no tienen fe. Preguntemos:
¿Cuáles son los milagros que yo puedo narrar que Jesús ha hecho conmigo en el
curso de mi vida? He ahí una prueba soberana, una prueba iluminada.
La fe abre espontáneamente, de por sí, a la
intimidad y a la experiencia. Es su atmósfera propia. Vivir la fe es
abandonarse a la entrega amorosa del Dios de las maravillas.
“Hijo mío, todo lo mío es tuyo”, le dijo el
padre de la parábola al hijo mayor de la casa. No le comprendía; no había
disfrutado de aquel amor regalado en medio de los sudores del trabajo. No había
hecho de su vida una fiesta de amor en la obediencia filial.
Hermanos, Jesús espera nuestra fe. Jesús se
admiró un día de la fe de aquel centurión y dijo que en Israel no había
encontrado tanta fe. Que Jesús pueda admirarse de nuestra fe. Démosle a él el
gozo de la fe que él mismo nos ha regalado. Amén.
Puebla, 5 julio 2012,
jueves de la XIII semana del tiempo ordinario.
1 comentarios:
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