Meditación mariana vespertina
al cobijo de la Porciúncula
1. Tantas veces hemos dicho (ante un auditorio
que nos pudiera entender): Lo más específicamente masculino que lleva consigo
el varón – eso que tiene él y le distingue de la mujer – es anhelo íntimo,
vital y puro, de la mujer. Y en correspondencia, lo más específicamente
femenino en la mujer es justo el anhelo del hombre. Estos mutuos sentimientos
están ungidos de un misterioso sentimiento de adoración. Porque ya se sabe que
el amor, el único que pueda llamarse amor, el verdadero, es oblativo, no posesivo. Y la suma
posesión del amante y de la amada es, ante todo, la suma realización de la
oblación.
Este
lenguaje, que suena a mística superior, no es, en realidad, sino deja aflorar y
salir los últimos sentimientos que palpitan en el ser. El hombre y la mujer
vienen a ser como una circunferencia partida; partida sí, y las varas han
quedado curvas… (Quizás algo de esto dijo Platón en El Banquete, cuando, en opinión de uno de los comensales que
sostienen el diálogo, el amor se explica porque al principio el ser humano era
esférico y Dios lo partió en dos).
El amor, por ello, tiene en sí mismo un carácter
religioso y teologal, pues anhelamos, a
radice, que el culto que damos a la persona a quien amamos de alguna manera
quede envuelto en el culto que solo a Dios se puede tributar. Son distintos,
bien seguros; pero entiéndase que estamos hablando de los anhelos inmanentes
del amor.
2. Sublimamos…, idealizamos el amor. Sí, por
cierto; porque el ser humano bienpensante necesita el ideal como motor de
arranque. La verdad está en el ideal. Y la verdad del amor es el mismo ideal
del amor. Luego vendrá la praxis, con sus más y sus menos, y experimentaremos
que una relación de amor sincero y fiel exige limar aristas en el roce
cotidiano.
Seguimos con esta contemplación de amor que
desentraña, de alguna manera, los secretos de nuestro primer amor en la vida
franciscana.
3. Vengamos
a la Porciúncula, que es el regazo de María para la Orden de san Francisco,
regazo para los hermanos de Francisco; regazo para las hermanas de Clara,
hermanas pobres. Allí en la Porciúncula, donde Francisco escuchó el Evangelio
iluminador, allí también dejó su cabellera de doncella virgen, como oblación a
la Virgen María por manos de su siervo “nuestro beatísimo padre san Francisco”.
Ella se vio tiernamente como pianticella,
plantita de san Francisco, y lo dejó escrito al inicio de la forma de vida.
4. En el nacimiento de la vida franciscana, a la
vera de la ermita de la Porciúncula, está la doble presencia femenina, que va a
conformar con suaves manos el carisma franciscano, dándole un encanto y
atractivo admirable. Estamos hablando de la Virgen de la capilla de rústica
piedra, la Madre; y estamos hablando de la hermana, Clara, que una noche de
Ramos, año de 1208 (que pudo ser también 1207), en el altar de María hizo su
consagración a Cristo. No sabemos cómo era la imagen de Santa María,
seguramente de tosca artesanía; sí sabemos, por las reglas del corazón, que la Madre
del Señor, recibió aquella ofrenda, el voto de una vida para siempre.
5. Fray Tomás de Celano nos ha dejado, en cuanto
pudo, el retrato espiritual de una enamorado cristiano de María, un enamorado
que ha sufrido tanto, pero que ha gozado en el amor, sintiéndose amado y
amando, sin comparación que lo que fuera su sufrimiento. Escribe el letrado
fray Tomás, fino estilista:
“Su devoción a nuestra Señora, a quien
encomendó especialmente la Orden. Rodeaba de amor indecible a la Madre de
Jesús, por haber hecho hermano nuestro al Señor de la majestad. Le tributaba
peculiares alabanzas, le multiplicaba oraciones, le ofrecía afectos, tantos y
tales como no puede expresar lengua humana. Pero lo que más alegra es que la
constituyó abogada de la Orden y puso bajo sus alas, para que los nutriese y
protegiese hasta el fin, los hijos que estaba a punto de abandonar. ¡Ea,
Abogada de los pobres!, cumple con nosotros tu misión de tutora hasta el día
señalado por el Padre” (2 Cel 198).
Tenemos aquí a la madre y al hijo afectuoso.
5. El carácter materno de su corazón lo refleja Francisco
con sus hermanos sin afectación ni remilgos. Se atreve a escribir en la Regla: “Y,
dondequiera que estén y se encuentren los hermanos, muéstrense familiares
mutuamente entre sí. Y confiadamente manifieste el uno al otro su necesidad,
porque, si la madre cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe
cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual? Y, si alguno de ellos cayera en
enfermedad, los otros hermanos le deben servir, como querrían ellos ser
servidos” (Regla, cap. VI).
Francisco, para representarse la caridad fraterna,
ve a la madre “nutre y ama” (nutrit et
diligit) al hijo de su carne. En este “nutrit el diligit” ¿no tendríamos
que ver a la madre que nutre con su leche al hijo de sus entrañas. Ese es el “amor
entrañable”, el amor nutritivo. Al nutrir derrama su amor.
Con esa efigie, con esa evocación por delante,
el hermano quanto diligentius debet quis
diligere et nutrire fratrem suum spiritualem, ¡cuánto más diligentemente
debe cada uno amar y nutrirá su hermano espiritual! Es el amor nutricio de la
fraternidad espiritual. Cada hermanoe s para mí como un hermano pequeñito a
quien debo nutrir, y yo mismo acasos ea también el hermanito pequeño a quien me
deben amar y nutrir.
(Quizás me digan los latinistas del Medioevo que
no hay que apurar tanto la metáfora… Acaso – no lo sé – pero no resulta nocivo
el pensarlo así).
En todo caso, lo que sí es evidente es que Francisco
ha querido calificar el amor entre los hermanos emotivamente con la imagen del
amor materno.
6. Lo que también es cierto – como lo saben
todos los que han estudiado un poco los escritos de san Francisco – que en la
pequeña hoja llamada “Regla para el eremitorio” (Regula pro eremitorio), el hermano Francisco veía también el amor entre
los hermanos como amor de madre. Incluso dio un pasito más, porque habló del
hermano como hijo de su hermano…
“1Aquellos que quieren vivir como
religiosos en los eremitorios, sean tres hermanos o cuatro a lo más; dos de
ellos sean madres, y tengan dos hijos o uno por lo menos. 2Los
dos que son madres lleven la vida de
Marta, y los dos hijos lleven la
vida de María (cf. Lc 10,38-42); y tengan un cercado en el que cada uno tenga
su celdilla, en la cual ore y duerma.
4Y digan prima a la hora que conviene, y
después de tercia se concluye el silencio; y pueden hablar e ir a sus madres. 5Y cuando les
plazca, pueden pedirles limosna a ellas como pobres pequeñuelos por amor del Señor Dios.
8Los hermanos que son madres esfuércense por permanecer lejos de toda persona; y por
obediencia a su ministro guarden a sus
hijos de toda persona, para que nadie pueda hablar con ellos. 9Y
los hijos no hablen con persona
alguna, sino con sus madres y con su
ministro y su custodio, cuando a éstos les plazca visitarlos con la bendición
del Señor Dios. 10Y los hijos
asuman de vez en cuando el oficio de madres,
alternativamente, por el tiempo que les hubiera parecido conveniente
establecer, para que solícita y esforzadamente se esfuercen en guardar todo lo
sobredicho”.
Si lee esto alguien no “iniciado”, alguien
profano, a lo mejor escupa: ¡Qué ridiculez!
Sí, es un escrito que no se puede airear de
pronto ante cualquiera. Que aquí no se trata de una erudición literaria, sino
de una vida íntima entre los hermanos. De hermano a hermano, de corazón a
corazón…
7. Pero ahora viene la pregunta: ¿De dónde ha
prendido Francisco estas cosas? Y quizás la respuesta más obvia la tenemos a la
vista: del regazo de la Madre de la Porciúncula.
Francisco era enormemente afectuoso. Y con la Madre
del cielo fue afectuosísimo. Lo ha observado Celano: le ofrecía afectos, tantos y tales como no puede expresar lengua humana.
María es el regazo de la Orden. La familia franciscana
tiene que derrochar afecto.
¡Cuántas cosas tenemos que aprender todavía los
hijos – los hijitos – del regazo de nuestra Madre de la Porciúncula…!
Nuestra orden debe cultivar un tierno amor
materno, y una suave y delicada finura femenina, regalo de la Madre, herencia
de la Hermana.
Es mi meditación vespertina en esta fiesta de la
Porciúncula, al compartir pensamientos en el retiro de mis hermanos capuchinos
del Norte de México.
(Ellos se adscriben a la Provincia de
California, y en California la patrona es Ntra. Sra. de los Ángeles).
En alabanza de Cristo, del pobrecillo Francisco y
de la hermana Clara. Amén.
Monterrey, Nuevo León, 2 agosto 2012.
fr. Rufino
María Grández
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